Raquel Rivas Rojas/BienHallados Especial/Escocia
El torpe andar, de Elizaria Flores (LP5 Editora, 2022) traza un itinerario que va desde la más reticente madrugada hacia la noche más oscura. Cada uno de los 51 poemas que constituyen este volumen es un paso más en un recorrido que da cuenta de una lenta desintegración, de un derrumbe inevitable. Si la madrugada es ese “destello leve de yesquero o cuchillo” y es también “lo que queda del incendio”; el día es un túnel del que es imposible salir, “una calle perdida para siempre, un espejismo”. La tarde es dura “como el caparazón de una tortuga” y está atravesada por una lluvia que “es filo, hojilla, uñas largas de rojo/ buscándole los ojos a la gente”; mientras la noche es el espanto en el que anida el insomnio, el momento de esperar “la muerte prometida”.
Se trata de un recorrido por espacios urbanos, calles sucias, callejones y ruinas. Restos de lo que ya no es: escombros, espejos rotos. Pero en estos poemas se trata más que nada de un paisaje emocional, una atmósfera afectiva en la que las plantas y los animales sirven de asidero y de coartada ante la inminente caída. Por eso estos poemas están llenos de ramas lacerantes, urticantes, espinosas; pero también de pájaros, tortugas, ranas y escorpiones.
Elizaria Flores es una venezolana que actualmente vive en Chile
Por ese día que transcurre de la madrugada a la noche, y esos paisajes en ruinas habitados por plantas y animales, deambula un hablante plural. Un sujeto que encarna a todos los despojados, los parias, los desamparados, los indigentes, los desterrados de sí mismos que llevan la intemperie adentro. Personajes “sin historia, sin lágrimas, sin voz”, que sienten el impulso de correr, de escaparse, de huir de todas las formas posibles del encierro. Pero que se saben detenidos en el vértigo de una caída que no cesa, en el estupor de un estallido que sólo deja a su paso “silencio, oscuridad y acecho”.
El sentimiento de derrota recorre todo el poemario con su torpe andar. Nadie está a salvo aquí de la muerte anunciada y esperada, de la fría soledad, del dolor de no reconocerse en los espejos. Nadie está a salvo del derrumbe ni de la lenta e inclemente repetición del mismo suplicio de no pertenecer.
Porque estos poemas son como una noria que promete el regreso implacable de lo mismo. Porque al cerrarse la noche, en “esa hora triste en la que barren los bares”, vendrá otra vez la madrugada con su “aroma a geranios” y con ella el día en el que van a seguir su deambular constante estos parias, “despojados y heridos y temblando”.
Elizaria Flores nos ofrece en este poemario un itinerario del destierro visto como despojo, como derrumbe y como repetición al infinito del mismo vagar sin horizonte. No hay redención posible para las voces que se expresan en estos versos escuetos, despojados, a punto de ceder al silencio. No hay salidas. Pero queda el impulso de la huida, las ganas de escapar, el ímpetu y el goce de imaginar el vuelo. Aunque se trate del vuelo de “un pájaro de pico roto”.
Queda el leve consuelo de que todavía “no hay sangre en las aceras” y también la posibilidad de acumular “relámpagos para romper el tedio”. Y queda, sobre todo, la palabra. La palabra que nombra y sirve de conjuro. La poesía, que es la fuga más acabada. Porque quién puede nombrar la herida y poner en palabras el peso de un encierro, ya está en plena carrera hacia otra parte.
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